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La autora de esta nota acaba de cumplir setenta años, de publicar una novela, La muñeca rusa (Alfaguara) y está por ser bisabuela. El azar quiso que leyera un artículo de Silvina Bullrich, en el que ésta enumera las calamidades de la ancianidad, en coincidencia con Simone de Beauvoir. Pero quizá, según Dujovne Ortiz, cada uno tenga la vejez que le corresponde y el silencio, la soledad, el amor puedan cobrar modulaciones tan imprevistas como fructíferas
Por Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
A cababa de volver a la Argentina, y de cumplir la friolera de setenta años, cuando, desde un estante de mi biblioteca, un papelito amarillento se deslizó blandamente hasta el suelo. "Cosa ´e Mandinga", pensé al alzarlo con cuidado: era una nota de Silvina Bullrich, publicada en este mismo diario en 1985, e intitulada, sin ir más lejos, "Cumplir setenta años". Bullrich aseguraba haber alcanzado la magna edad el 4 de octubre, yo había cometido el mismo desafuero el 4 de enero.
El paralelismo me aleló. Aunque ella, como novelista, nunca me había interesado en forma particular, más allá del respeto que se le debe a una trabajadora de las letras, supuse que el compartir, por encima del tiempo, una misma experiencia podría darme ánimos para atravesar el Rubicón. Devoré la nota pensando hallar respuestas al evidente cimbronazo que representa para cualquiera la séptima década, no sin repetirme, para mi consuelo, las palabras de una escritora francesa cuyo nombre he olvidado (la pérdida de los nombres resuena como la primera trompeta del Apocalipsis, tras la que acaso llegue la sordera): "Para formar a un viejo se necesitan veinte años, de los sesenta a los ochenta". Eso significaba que yo, en el camino hacia la señora de edad provecta, andaba por una suerte de adolescencia parcial, no de la vida entera sino del último trechito.
A poco de leer a Silvina se me pintó en el rostro una sonrisa, y no de asentimiento. Ninguna de sus afirmaciones, o casi, me despertaba ecos. El desentendimiento era tal que pasé a considerar como un regalo del cielo mi hallazgo inesperado. Son los beneficios del disenso: gracias a que los demás piensan de otra manera, nuestros propios pensamientos se dibujan más nítidos. Sabía desde siempre que mi visión de la vejez no sería quejosa. La lectura de esta nota me reafirmó en mi buena disposición a envejecer, disposición que hasta incluye una imagen idealizada de la postrera etapa.
¿Qué nos decía Silvina, treinta y cuatro años atrás? Después de describir, con una suerte de amarga fruición a lo Simone de Beauvoir, "las carnes fláccidas, la tez estriada por una red de venas rojizas o azuladas", y de agregar: "Mido día a día los estragos que el tiempo ha ejercido sobre mí", la autora produce las frases centrales de su trabajo: "No me gustan los viejos, por lo tanto no me gusto a mí misma. No me gustan los chicos porque son irracionales ni los perros porque son interesados y sólo aman a quien le da de comer. Me gusta el ser humano racional que está en la plenitud de la vida".
La mujer que engorda después de los cuarenta y cinco años y se apresura a taparse con la robe de chambre al saltar de la cama; la que, como decía Louise de Vilmorin, citada por Silvina, está "en la edad en que las mujeres se vuelven rubias"; la que lamenta, con Madame de Récamier, que los jóvenes deshollinadores ya no se vuelvan para mirarla, o aquella cuyas "glándulas se han vuelto afónicas", son analizadas por la autora con la misma impiedad con que diseca al amante maduro cuando fracasa en el amor con una mujer joven. "¿Habrá terminado ya la época de los encuentros, de los ?flechazos´ irracionales?", se pregunta con un terror capaz de hacerla olvidar su preferencia por el ser racional. Y más adelante: "El amor, ¿cómo reemplazarlo y para qué vivir sin él? [?] Después la vida es esta larga monotonía, tal vez menos evidente para quienes nunca fueron apasionadamente jóvenes".
Como ella misma lo advierte, la palabra "terror" recorre el texto de cabo a rabo. Tan acentuados resultan el miedo y la repugnancia a entrar en años, que, a sus ojos, la sórdida descripción de los achaques de Sartre, debida a la citada Simone, sólo se explica por el hecho de que la propia Simone ya no se cocía de un solo hervor cuando los detalló cruelmente por escrito, "pues no hay en su obra anterior nada parecido a una vileza ni siquiera a una indiscreción sobre la intimidad de ambos". En otros términos, Simone se puso vil e indiscreta cuando se puso vieja. Peor aún, se puso mala escritora, al igual que Sartre. En la lista de autores que para Bullrich apenas si se copiaron penosamente a sí mismos después de los sesenta y cinco años, figuran Borges y Mujica Lainez. Sólo la juventud -sostiene- es creadora. El final del texto logra conmover, aunque no convencer, al menos en lo que a mí respecta..................................................................................................
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