domingo, enero 4

GARCIA MARQUEZ GABRIL- Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad.


Hay tantos estruendos de cornetas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de plata para quedar bien por encima de nuestros recursos reales, que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace dos mil años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David.
954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran.
Lo celebran, además, muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo.
Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social.

Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas navidades perver-tidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigio de imaginación familiar.

El Niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en la colina eran más grande que la Virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que un león, que nadaba en el espejo de la sala, o un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén.

Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado, con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación.

El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.

La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los trajeran los Reyes Magos - como sucede en España con toda razón - sino el Niño Dios.

Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran más pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos.

Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad.

Fue una desilusión, no sólo porque hubiera querido seguir creyéndolo.

Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día - como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria - perdí la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la píldora.

Todo aquello cambió en los últimos 30 años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El Niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papá Noel de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado.

Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen San Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina.

Según la leyenda nórdica, San Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso lo proclamaron el patrón de los niños.

Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25.

La leyenda se volvió institucional de las provincias germánicas del norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes, y hace poco más de cien años pasó a Gran Bretaña y Francia.

Luego pasó a los Estados Unidos, y estos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artifi-cial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar.

Con todo, tal vez lo más siniestro de estas navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: estas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés, y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.

Todo eso, en torno de la fiesta más espantosa del año.

Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando donde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere.

La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace 15 años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar.

Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz que los invitados se beban todo lo que sobró de la navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano.

No es raro tampoco, que los niños - viendo tantas cosas atroces - terminen por creer de veras que el Niño Jesús no nació en Belén sino en los Estados Unidos.

--Gabriel García Márquez

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